sábado, 6 de febrero de 2010

EL REINO SUBTERRANIO DE LOS NAGAS



El reino subterráneo de los nagas -

Débora Goldstern

Cuando preparaba mi mochila para partir a los Andes, uno de los pocos libros, que me llevé para amenizar el viaje, fue En las orillas de los mundos infinitos, de Andrew Thomas, escritor más de una vez reseñado en Crónica Subterránea.

Recuerdo que el motivo de compra obedeció a no dejar escapar una obra, ya agotada, y no vuelta a reeditar, que adornaba la mesas de saldos. La idea es completar la bibliografía de uno de los autores favoritos en este género, y al cual profeso gran admiración.

Por eso la sorpresa fue mayúscula, al descubrir, que la segunda parte del libro estaba consagrado al mundo subterráneo, idea que Thomas desarrolla en casi todas sus obras, comenzando por el legendario, No somos los primeros.

La tesis de Thomas, es que el mundo subterráneo de despositario de los registros de aquellas civilizaciones perdidas, poseedoras de grandes conocimientos, y que decidieron esperar mejores tiempos para revelar el legado, por ahora negado al mundo. También da por sentado, que el gran Nicolás Roerich, tuvo acceso a estos retiros ocultos, y los visitó en persona, dejando plasmado su visión en sus inmortales lienzos.

Como nosotros Andrew Thomas fue un firme defensor de esta idea, compartida por el blog, lo cual reafirma nuestro camino alentándonos a seguir en la ruta trazada.

Capítulo 16: Laberintos y Serpientes

Blavatsky opinaba que muchos rollos de la biblioteca de Alejandría escaparon al fuego origina­rio por el ejército romano, gracias a que habían sido enviados a un museo secreto del Tíbet. Esta­ba completamente seguro de ello y sustentaba su creencia diciendo que los guardianes de estas bi­bliotecas secretas «podrían, si quisieran, aseverar su derecho a tan extraño linaje y exhibir verdaderos documentos dignos de fe, que explicarían más de una página misteriosa existente en la Historia sagrada y profana»[1]. También parece razonable que los esenios de la comunidad de Qumran pudieran haber sido un pequeño grupo de esta clase. Quién sabe si algún día nos veremos estudiando documentos mucho más significativos y excitantes aún que los manuscritos del mar Muerto.


Darjeeling, en el Himalaya, es un lugar no total­mente exento de la atmósfera que percibimos de la India de Kipling, Allá me encontré con un hombre culto, de Sikkin, quien habló de la erudición, que tienen los grandes lamas del monasterio Tashi­lurnpo, en Shigatse. En sus templos elevados, la enseñanza de la ciencia antigua ha quedado siempre reservada para un grupo de discípulos prometedores. Admitió que solo un numero limitado d lamas sabían algo acerca del misterio que encierra el nevado pico Kanchinjunga que, a aquella .hora, flotaba sobre nosotros como un espejismo.

Como este gran viajero había visitado muchos monasterios budistas, le pregunté si había conocido a alguien que hubiera visitado las criptas de la montaña, entablándose entre nosotros dos el siguiente diálogo:

Él. - A lo largo de los siglos, han estado dentro de ellas los lamas, gurus e incluso algunos europeos. Pero, aunque vieron muchas cosas, dijeron pocas palabras referentes a ellas.

Yo. - ¿Cómo entraron?

Él. - Nadie puede entrar si no va con un guía o un salvoconducto, es decir, un mapa cifrado. Pero el Om Maní Padme Hum, esculpido en la roca de una forma especial, constituye a veces un signo de que la puerta está cerca.

Yo. - Supongo que será muy difícil abrir una puerta de piedra que sólo se usa cada vein­te años o más.

Él. - Por raro que parezca, no es eso lo peor. Me contó un viejo lama que la puerta sé des­liza hacia adentro con tanta facilidad como si lo hiciera sobre rodillos engrasados. Sin embargo, el paso más allá de la entrada se halla generalmente cortado por una barrera de fuego azulado.

Yo. - Resulta interesante. ¿Es algo así como la luz artificial dé un millón de voltios pro­ducida en nuestros laboratorios?

Él. - Todo lo que dicen es que, al mirarla, es aterradora y, a su vez, fascinante. Los que quieren entrar deben pasar por encima de ella caminando. Si están debidamente entre­nados, lo conseguirán; en caso contrario, mueren. Yo no lo intentaría. Pero usted debe saber algo sobre el arte de andar por encima del fuego y cómo hay gente que no su­fre daño con un calor capaz de fundir el hierro.

Yo. - Sí, en efecto. Pero es aún más sorpren­dente oír esto, ya que un amigo mío, que visitó Giza hace muchos años, me habló acerca de una barrera de llamas similar en una galería subterránea situada debajo de la. esfinge donde fue llevado por un árabe, miembro de una hermandad secreta.

Él. - Hay muchas maravillas, pero son pocos los que pueden comprenderlas.

Unas semanas más tarde decidí ir al valle de Kulu, situado en la parte occidental del Himalaya, para visitar Naggar, lugar donde había vivido Ni­cholas Roerich. Puesto que yo lo había conocido personalmente, el viaje tenía para mí una implicación sentimental. Por la angosta carretera llena de curvas, con un precipicio a un lado rocoso y el peligro de aludes al otro, no resultaba deleitoso el camino hasta esta apartada región situada cerca de
Ladakh y el Tibet. El pueblo de Naggar deriva su nombre de Naga, la serpiente. En lo alto de las montañas se encuentra la heredad de Roerich Al tratarse de un famoso artista, su casa de dos plan­tas contiene un museo de sus pinturas.

Cuando comencé la ascensión por una senda de la montaña, ví a un alto sadhu (eremita) de cabello gris, sentado junto a un torrente de la misma. En la mano sostenía un báculo en forma de serpiente cobra, lo cual, junto a las marcas que había en su antebrazo, significaba que era un devoto de Siva. Durante épocas anteriores y más pacíficas, en los tiempos de la soberanía británica, estos pe­regrinos se dirigían al lago de los Grandes Nagas, el lago Manasorowar, o al monte Kailas, la mora­da de Síva, en territorio tibetano. Escalé la mon­taña y alcancé la plataforma donde se alza la casa de Roerich. Pasé allí más de una hora estudiando las pinturas del maestro. A mi regreso pude ad­mirar el angosto valle y los picos nevados de las cordilleras que corren a ambos lados.


El sadhu estaba todavía allí. Pensé que si en un lugar llamado Naggar un devoto de los nagas con un báculo de cobra, no sabía algo acerca de los nagas, ¿quién lo iba a saber? Conociendo como conocía yo las costumbres orientales, saludé a aquel santo varón cruzándome las manos según es costumbre en la India y aguardé que fuera el an­ciano quien tomara la palabra en primer lugar.

-¿Le gustan las pinturas de Roerich? -me preguntó en un fluido inglés.

-Mucho, se lo aseguro. Dígame, ¿conoció us­ted al maestro en vida? ,

-Sí, durante muchos años. Un gran Rishi[2]; y un arrugo de Nehru,

-Venerable sadhu, yo creo en los nagas. ¿Los ha visto usted? -pregunté diplomáticamente.

-Yo soy un pobre sadhu; no sé nada, sahib. Pero, hace unos veinte años, mi maestro de yoga me introdujo en el reino montañoso de los nagas. Había abundante luz por todas partes, grandes salones como en Taj Mahal. Maravilloso. Los nagas tienen muchas, muchas cosas y máquinas. Son listos, igual o tal vez más que los hombres de Cambridge, sahib –dijo el sadhu con una sonrisa de disculpa.

No pude evitar reírme.

-Vuestro yogui debió de ser un Rishi, ¿No es cierto que los nagas destruyen al hombre? -pre­gunté.

-Sí, pero los nagas son dioses y, aunque sólo quieren el bien para el hombre, no les gusta que, éste ande cerca de sus palacios -replicó.

-Si alguna vez ve usted a los nagas, transrní­tales mis saludos -dije antes de partir.

El sadhu movió la cabeza hacia los lados por tres veces, que es .el equivalente hindú a nuestro asentimiento. Luego concluyó:

-China ya no permite la entrada de peregrinos.

El único medio que tengo de ir es a través de lar­gas cavidades, y soy demasiado viejo.

Conforme recorría mi camino hacia el pueblo, volví la cabeza para ver al viejo sadhu con el bácu­lo de cobra. Dos encuentros permanecen frescos en mi memoria: una, bajo los plateados glaciares del Kanchinjunga, y el otro, junto al torrente de Naggar, en el ribazo donde estaba sentado aquel asceta de Aryavarta, la tierra santa del Mahabha­rata.

En el libro de C. W. Leadbeater, The Masters and the Path, se ofrece una descripción de los con­tenidos de un museo subterráneo tibetano. Las du­das que surjan sobre su autenticidad pueden estar parcialmente justificadas, pero no es debido a que la evidencia en sí sea falsa, sino a su ingenua pre­sentación. Dice Leadbeater que el museo contiene estatuas de diferentes tipos raciales que datan des­de el comienzo de los tiempos, perfiles de conti­nentes y sus cambios, diagramas de fusiones étni­cas y religiosas, y muchas cosas más. Hay, según dice, «extraños manuscritos de otros mundos dis­tintos al nuestro». Es ésta una excitante declara­ción, pues implica que, en un pasado muy remoto, tuvo lugar la comunicación con otros planetas, casa Ignorada por nuestra ciencia occidental.

Evidentemente, resulta imposible verificar es­tas manifestaciones, toda vez que al público en ge­neral le está vedado el paso al museo prehistórico.

Sin embargo, en el curso de mis viajes me han, mostrado dibujos hechos al estilo chino que describen una cripta de esta clase. Tales dibujos a pincel incluían estatuas de gigantes humanos pues­tos en pie dentro de una caverna, iluminada por las antorchas de los estudiantes lamas, solo la mitad de altos que aquéllos. Pero estos dibujos eran menos sorprendentes que el de un avión, en forma de cigarro (o posiblemente una nave espacial), ho­rizontalmente situado sobre una torre cónica. Todavía no me explico cómo y por qué se encontraba equilibrado en aquella posición. La torre cónica en cambio, debía de ser empleada para tener acceso al interior de la nave. Era imposible obtener información acerca de su fuerza propulsora, pero su tamaño se calculaba aproximadamente como de un avión de reacción de los actuales, con no menos de cincuenta asientos. Tornando en consideración estos dibujos hechos a pincel, dudé en cuanto a descartar el relato de Leadbeater.

En el cuadro titulado El poder de las cavernas, del Museo Gorky de Arte de la URSS, Nicholas Roerich nos presenta un depósito cavernario de este tipo. La obra representa entradas a espacios grutas guardadas por lamas. Hay pocas dudas de, que Roerich visitó realmente este antiquísimo museo como quedó confirmado en una conversación sostenida con un miembro de la expedición trans­asiática de Roerich, cuando yo vivía en China hace unos 35 años. El título de la pintura resulta apro­piado, ya que el conocimiento implica poder yen tales cavernas se ocultan grandes conocimientos.

Al resumir este capítulo vemos que -existe una gran similitud entre el folklore de muchos países, por separados que se hallen unos de otros. Tradiciones relativas a bóvedas, laberintos, túneles y te­soros enterrados de la más remota antigüedad se encuentran en Creta, Egipto, Tíbet, Angkor, India, México, Ecuador, Bolivia y Perú. Las leyendas usualmente conectadas con el culto a la Serpiente proceden en especial de Egipto, Creta, Angkor, Tíbet, India y México. En las mitologías de Egipto, India, Tibet, China, México, Bolivia y Perú existen fábulas relativas a dioses estelares que vinieron a la Tierra para civilizar a la Humanidad, dejando tesoros ocultos para civilizaciones futuras. En las escrituras y erudición de la India, Tíbet y Egipto se mencionan guardianes mecánicos o humanos velando por la seguridad de estos almacenes de artefactos procedentes de otro mundo, así como de Eras remotas. No hay duda de que se han forjado muchas teo­rías al respecto, pero ¿cómo se puede averiguar la verdad, a no ser que alguien tenga el suficiente coraje y atrevimiento para explorar los territorios desconocidos? Los progresos hechos en los re­cientes campos de la ciencia se han conseguido siempre gracias al osado empuje explorador que desprecia el ridículo, el fracaso y las decepciones. Esta clase de investigación tal vez pudiera propor­cionar a la ciencia moderna el hilo de Ariadna con el que se logre seguir su camino en este laberinto histórico, y así localizar los tesoros culturales y Científicos dejados por aquellos sabios, seres su­periores que gobernaron a la Humanidad de tiem­pos muy remotos en una época dorada.

[1] . P. Blavatsky.Jsis Unveiled, Nueva York, 1886.
[2] Sabio inspirado.
Publicado por Débora Goldstern en 11:26 Etiquetas: Andrew Tomas, Mundo Subterráneo, Nagas, Nicolás Roerich

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